La política española ha entrado en una fase en la que dos banderas condensan el clima del momento: la palestina, que ha irrumpido en las calles y hasta en La Vuelta a España como expresión del malestar ante el genocidio en Gaza, y la de Vox, convertida en emblema de una derecha revanchista que ya no se limita a la protesta, sino que se proyecta como tendencia entre los jóvenes.
Sánchez y La Vuelta: pedalear con la causa palestina
El presidente del Gobierno ha sabido leer el clima social al respaldar las protestas en favor de la causa palestina durante La Vuelta a España, que culminaron con la suspensión de la última etapa por las calles de Madrid ante las protestas multitudinarias. Ese gesto lo alineó con un movimiento que no es coyuntural, sino la expresión en España del malestar creciente por el genocidio en Gaza y la incapacidad internacional para detenerlo.
Ese respaldo no solo tiene un valor simbólico: llega en un momento en que Sánchez necesitaba recuperar la iniciativa política. El último barómetro de 40dB (septiembre 2025) muestra una recuperación del PSOE que lo coloca en el 27,7% de los votos válidos, recortando la distancia con el PP (30,7%) a solo 3 puntos. Y el CIS de septiembre confirma que Sánchez sigue siendo el líder con mayor preferencia para presidir el Gobierno (24,8%), muy por delante de Feijóo (9,7%) y Abascal (10,8%).
La causa palestina se ha convertido así en un catalizador político en España: articula el malestar social y ofrece a Sánchez un terreno de conexión con sectores movilizados que trasciende el desgaste gubernamental.
La izquierda intenta seguir la rueda
La izquierda pedalea, pero no tira del pelotón. Va a rueda de la causa palestina, sumándose a las consignas, sin imprimir velocidad propia. El símil ciclista le sienta bien: conserva posición, pero no marca el ritmo. También la analogía musical: Sumar y Podemos son como Oasis en 2009, con los Gallagher ya enfrentados, los estadios sin llenarse y cada uno siguiendo finalmente su propio camino en los años venideros.
El resultado es una política sin tracción. Las encuestas son demoledoras: tanto Sumar como Podemos están lejos del 10%, un porcentaje de voto letal en un sistema electoral que penaliza la fragmentación sino superas ese nivel de apoyo. Yolanda Díaz, que prometía un nuevo ciclo, ha buscado en las últimas semanas resurgir como candidata a la próxima cita electoral a través de la fallida reforma de la jornada laboral. Podemos, por su parte, ha optado por el regreso a la confrontación pura, movilizando nichos fieles e ideológicos pero incapaz de expandirse.
El malestar social que hace una década podían capitalizar se ha desplazado: una parte se canaliza hacia el PSOE, otra se va directamente a Vox, y otra, cada vez mayor, se resigna en la abstención. Así, la izquierda ha perdido centralidad política. Pedalea, sí, pero sin potencia; va detrás de la rueda de Sánchez en lo internacional y responde a la agenda cultural que fija la derecha. Hoy no marca el paso, se limita a dejarse llevar, y en política —como en el ciclismo— quien no acelera, se queda atrás.
El PP y el dilema Vox: Feijóo no cuaja
El Partido Popular lleva desde 2018 atrapado en el mismo dilema: qué hacer con Vox. Ni cuando la ultraderecha se desinflaba hacia el 12% se atrevieron a marcar distancia, y ahora, en plena fase expansiva de los de Santiago Abascal, la estrategia de mimetizarse con su discurso solo consigue alimentar al competidor. Copiar a Vox no resta a Vox, lo multiplica.
El CIS de septiembre ofrece una radiografía incómoda: solo el 39% de los votantes del PP considera a Alberto Núñez Feijóo como su presidente preferido, mientras que un 23% responde directamente “ninguno”. En paralelo, Abascal supera al propio Feijóo en el total de menciones en preferencia para presidir el Gobierno (10,8% frente al 9,7%). El mensaje es claro: Feijóo no logra cuajar ni entre los suyos, y su liderazgo se percibe más frío que sólido.
A esa fragilidad se suma el desgaste territorial. La gestión de Carlos Mazón tras la DANA en la Comunidad Valenciana y la de Alfonso Fernández Mañueco con los incendios forestales en Castilla y León han dejado al PP sin relato de eficacia allí donde gobierna. Dos feudos que deberían ser escaparates de solvencia se han convertido en recordatorios de precariedad e ineptitud gubernamental.
El horizonte inmediato tampoco ayuda: las elecciones previstas en Castilla y León para marzo amenazan con convertirse en un plebiscito sobre la convivencia entre PP y Vox. Lo que Feijóo sueña vender como “cambio de ciclo” desde 2023 puede acabar coronando a Vox como el partido de moda entre un electorado conservador radicalizado.
Vox, el partido de moda
Vox es, desde su origen, un partido de ultraderecha. Pero en los últimos meses ha conseguido transformarse en algo más: el partido de los revanchistas convertido en partido de moda. Su discurso no ha cambiado de raíz —sigue siendo nacionalista, autoritario y excluyente—, pero sí su capacidad de penetración social.
Las encuestas lo reflejan con nitidez: en el tracking de GAD3 para ABC, Vox prácticamente duplica los escaños de 2023 y se sitúa en el 17,9 % de los votos, pieza imprescindible para cualquier mayoría de derechas. Su crecimiento tiene una base sociológica clara: los menores de 45 años lo señalan como primera opción de voto, un dato inédito en la política española y poco habitual incluso en la ultraderecha europea.
La clave está en su transversalidad: Vox seduce a abstencionistas que se movilizan con la narrativa del “orden” frente a la desafección política, a votantes fugados del PP y a sectores sociales que ven en Sánchez al representante de una progresía a la que consideran enemiga. Y lo hace con un código cultural propio —memes, símbolos, estética digital, TikTok— que ha facilitado la normalización. Cada vez pesa menos el estigma: ser de Vox ya no es esconderse, sino participar de una tendencia en auge.
Mientras tanto, el PP no consigue plantar cara. Feijóo insiste en imitar parte del discurso sin convicción, y en ese terreno Abascal se impone con claridad: es la cultura reaccionaria con bandera que está llegando.
Dos banderas, dos polos
El mapa político español se ordena cada vez más en torno a dos polos enfrentados. De un lado, el bloque que se reivindica como dique del Estado de bienestar y del orden democrático, capaz de conectar con causas globales como Palestina para mantener movilizado a su electorado y por una creencia democrática en los derechos humanos. Del otro, una ultraderecha revanchista en plena expansión, que se normaliza y gana atractivo entre las nuevas generaciones.
En medio, el espacio se vacía: un PP que se mimetiza con Vox sin liderazgo propio; una izquierda que se italianiza hacia la irrelevancia electoral; y un bloque nacionalista/independentista que tiene sus propias cuestiones internas, con Junts inquieto ante el ascenso de Aliança Catalana y partidos tradicionales como ERC o el PNV obligados a recalibrar fuerzas.
El resultado no es una polarización clásica, sino la consolidación de dos polos que marcan el rumbo hacia las próximas elecciones generales. Entre esas dos banderas, lo demás está quedando reducido a satélites incapaces de fijar la agenda.
Lo que me parece clave observar es cómo el crecimiento de Aliança Catalana introduce por primera vez un vector ultraderechista dentro del independentismo, obligando a Junts a decidir si compite en ese terreno o si refuerza un perfil institucional para no perder espacio. Ese corrimiento del eje no solo tensiona al soberanismo, sino que puede alterar equilibrios en el Congreso al incorporar una fuerza que combine agenda territorial con discurso excluyente, algo inédito hasta ahora en la política española. Llegado el caso ¿veremos pactar Vox con Aliança en temas como el de la inmigración a pesar de ser antagonistas en la cuestión nacional?
Además de la observación de Carlos, me resulta evidente que la izquierda, hoy, no suma. Y que Feijóo va a tener un calvario cuando llegue al gobierno, porque el objetivo de Vox no es echar a Pedro Sánchez, sino ganar la batalla de la derecha. Vienen tiempos interesantes.