¿Hacia dónde van las derechas españolas?
La implosión silenciosa del PP mientras Ayuso, Vox y los criptobros reconfiguran el mapa ideológico
Madrid, Plaza de España. Domingo de junio. El Partido Popular “pincha” en su concentración para “defender la democracia”. Lo que se concibió como una movilización masiva acaba convertido en un gran mitin del PP. Banderas, consignas, épica noventera. Pero la fotografía final revela más carencias que fortalezas: no hay relato con sustento en el imaginario colectivo, no hay afluencia masiva y, lo más grave, no hay dirección estratégica clara. El acto deja una última imagen: Génova ha dado espacio en el acto a la presidenta madrileña, Isabel Díaz Ayuso, que se da un baño de masas entre las bases populares ante la atenta mirada de José María Aznar.
Tras siete años de oposición marcada por la deslegitimación constante del adversario, el PP ha contribuido a construir un clima de sobreexcitación política que se ha descontrolado entre sectores conservadores politizados y ha agotado al ciudadano medio, generándole un importante desinterés por la política. Esa lógica de crispación permanente, útil en el corto plazo para movilizar a una base indignada, se ha vuelto un lastre estratégico para cualquier intento de ensanchar su espacio hacia el centro. Algo a lo que parecía llamado Alberto Núñez Feijóo, según los medios de este país, cuando fue elegido líder del PP.
La paradoja es evidente: el contexto, menos polarizado de lo que las tertulias televisivas y las cúpulas partidistas creen, provoca que el PP necesite ampliar un espacio limitado por una base militante y mediática radicalizada que penaliza cualquier gesto de mesura. El partido ha interiorizado buena parte del lenguaje, las lógicas y los marcos de la ultraderecha —inmigración, nación, autoritarismo moral, antiizquierdismo—, lo que dificulta articular un proyecto de gobierno que escape de la lógica competitiva con Vox. En su intento de habitar todos los discursos —la institucionalidad responsable, la agitación callejera, el europeísmo liberal y la batalla cultural—, termina por no liderar ninguno de forma clara ni creíble.
Esta contradicción estructural impide al PP cumplir su función histórica de partido puente entre los intereses económicos dominantes, el electorado conservador clásico y los nuevos votantes de las periferias ideológicas. Atrapado por la competencia con Vox por la derecha, el PP ha perdido la iniciativa estratégica y se ha vuelto reactivo, oscilando entre gestos de radicalización simbólica y mensajes de institucionalidad desvaída.
La ultraderecha por dentro: Ayuso y la colonización del PP
Vox no logra el sorpasso en la derecha, pero sí coloniza buena parte de la agenda y el estilo del PP. Lo que no consigue en votos, lo infiltra en marcos discursivos. El populismo de la derecha radical ya no habita en los márgenes: se abre paso desde dentro, contaminando el núcleo mismo del principal partido de la oposición. Y en este proceso, Ayuso emerge como el vehículo perfecto.
Ayuso no compite frontalmente con Vox porque ha asumido su lenguaje, su antagonismo y su pulsión demagógica, pero desde dentro del PP. Ha convertido la Comunidad de Madrid en un laboratorio de confrontación permanente, cimentando un liderazgo que se sostiene en la lógica del enemigo interno, la guerra cultural permanente y la hiperpersonalización del poder. Su perfil ya no representa una corriente dentro del partido, sino una alternativa en sí misma.
Mientras la dirección nacional intenta mantener un difícil equilibrio entre institucionalidad y agitación, Ayuso dinamita esa ambigüedad desde abajo. Todo lo que dice se convierte en referente obligado, incluso para quienes aún intentan preservar un discurso moderado. En lugar de construir una escisión, lo que Ayuso está haciendo es parasitar el partido, colonizar sus discursos y activar a sus bases más ideologizadas. Su poder no depende de las estructuras, sino de las emociones. Y en este terreno, lleva ventaja.
Atención a este punto clave:
"Un militante, un voto" podría convertirse en el nuevo campo de batalla interno del PP y en la bandera agitada por Ayuso contra Feijóo.
Galicia y Andalucía —o lo que es lo mismo, Feijóo y Juan Manuel Moreno Bonilla— promueven una reforma del sistema de elección del líder del PP que deje la decisión en manos de compromisarios y no de las bases más ideologizadas. Pero Ayuso no puede permitirse esa pinza territorial, porque sabe que en un modelo de votación directa entre la militancia es su única opción para poder optar al liderazgo nacional.
Ayuso quiere reconfigurar el PP como una opción ultraderechista viable, más emocional que programática, más identitaria que ideológica, más reactiva que racional. Su objetivo no es evitar a Vox, sino hacerlo innecesario. Un populismo desde el interior del aparato, legitimado por las siglas, sostenido por la estructura territorial y movilizado por una lógica de guerra cultural. Un Vox con aparato. Un PP sin moderación.
Este fenómeno no es exclusivamente español, sino que forma parte de una transformación más amplia en la derecha occidental. En Estados Unidos, Donald Trump no fundó un nuevo partido, sino que parasitó al Partido Republicano desde dentro, colonizando su discurso, polarizando a su base y convirtiéndolo en vehículo de una derecha iliberal. En el Reino Unido, el Brexit funcionó como catalizador de una mutación similar: el Partido Conservador absorbió parte del discurso y la agenda de UKIP y el Partido del Brexit, desplazando sus coordenadas ideológicas hacia el nacionalismo duro y la desconfianza institucional. El resultado fue un Tory Party irreconocible respecto a su tradición pragmática y proeuropea.
En Europa continental, el desplazamiento de los partidos conservadores tradicionales hacia posiciones propias de la ultraderecha es una tendencia consolidada mientras son sobrepasados o sustituidos: lo vimos en Italia con la implosión de Forza Italia y Fratelli d’Italia frente a la Forza Italia de Silvio Berlusconi, o en Francia, donde Los Republicanos han sido sorpassados por Marine Le Pen. En todos estos casos, la frontera entre derecha y ultraderecha ya no es nítida: es un continuo en el que la moderación se convierte en debilidad, y la radicalización en marca de liderazgo.
En el caso español, esta parasitación de la derecha tradicional no puede producirse como sorpasso electoral directo por parte de Vox. El partido de Abascal choca con límites estructurales: carece de poder territorial y sigue siendo visto por muchos votantes como una fuerza de protesta más que de gobierno. Pero eso no impide que su influencia sea determinante: en lugar de crecer hacia fuera, crece hacia dentro del PP, modificando sus discursos, endureciendo sus posiciones y debilitando su proyecto centrista.
Y ahí entra Ayuso. Su papel consiste en convertir al PP en una fuerza suficientemente radicalizada como para retener a los votantes de Vox, pero suficientemente institucional como para gobernar. Es el rostro del endurecimiento discursivo. De momento, un producto madrileño que ejerce de puente entre el poder autonómico y la pulsión antisistema. El punto de fusión entre la derecha tradicional y la radical de nueva generación, que le permite estar en la concentración de Plaza de España y, horas después, fotografiarse con el presidente argentino, Javier Milei, en un evento de criptobros libertarios.
Fragmentación ultraderechista: criptobros vs reaccionarios
La nueva ultraderecha ya no es homogénea. Se bifurca y compite consigo misma, en un ecosistema donde el eje ya no es solo el nacionalismo, sino también el individualismo radical, el culto al algoritmo y la disrupción como programa político. El periodista Enric Juliana señalaba en la tarde del domingo que “hay cinco derechas en España en estos momentos: el PP oficial de Feijóo, el PP de Ayuso, Vox, el carrusel de Iván Espinosa de los Monteros y Alvise Pérez”.
En este contexto, Vox busca contener a la derecha libertaria que tradicionalmente no ha tenido espacio en la política española. Son los criptobros libertarios: jóvenes varones hiperconectados, obsesionados con el libre mercado, el maximalismo cripto, las guerras culturales y, en muchos casos, las conspiraciones alimentadas por personajes como Iker Jiménez. Para ellos, Milei es un mesías y Elon Musk, un prócer. Su ideal es un Estado mínimo, una economía desregulada y una ciudadanía que se informa por X o Tik Tok y se moviliza por memes. Ayer mismo, en Madrid, estos sectores celebraban su propio acto político con Milei como estrella global y con Espinosa de los Monteros como anfitrión local. No es casualidad: ya están organizados, conectados y construyendo relato.
Por otro lado están los ultras clásicos asentados en Vox: identitarios, provida, nostálgicos del orden y de la autoridad. Más tradicionalistas que disruptivos, más centrados en la nación y en los valores morales que en la especulación digital. Su referente sigue siendo Santiago Abascal.
Ambos bloques comparten algo esencial: ven al PP como parte del viejo régimen, una fuerza burocratizada, débil, prisionera del consenso y del complejo de inferioridad ante la izquierda.
La derecha ha cambiado su demografía, sus códigos, su ritmo. El PP sigue aferrado a un estilo político pre-Instagram propio de la época de Mariano Rajoy. Lo que está en juego ya no es solo el liderazgo del PP, sino la configuración del bloque conservador español en esta gran transformación ideológica que vive la derecha occidental. Basta mirar a Estados Unidos: el choque entre Trump y Musk, más que una disputa personal, simboliza la tensión entre ultraderecha y el tecnolibertarismo de nueva generación. Musk no quiere sustituir a Trump. Quiere desplazarlo en el relato: ser el nuevo referente de la “libertad” contra las élites, pero con satélites y bitcoins, no con gorras rojas y muros en la frontera.
Ese debate ya ha llegado a Europa. Y en España, Ayuso, Espinosa y los criptobros toman posiciones en un reparto de cartas que puede redibujar por completo el mapa de las derechas.
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