¿Hacia dónde van las izquierdas españolas?
Un repaso a las tensiones, los equilibrios y los retos de futuro en el espacio de la izquierda en un momento de máxima incertidumbre política
¿Hacia dónde va la izquierda española? Esa es la pregunta que sobrevuela tras una semana especialmente convulsa para el Gobierno de coalición y todo su ecosistema político. Lo que parecía una legislatura de continuidad desde el progresismo se está convirtiendo en un laberinto: el PSOE se enfrenta a su momento más delicado desde 2017, Sumar se aferra al Gobierno de coalición sin proyecto ni relato diferenciador, y Podemos redobla su oposición desde fuera, con discurso afilado pero sin crecimiento electoral. Mientras tanto, la derecha no necesita ganar el Gobierno para inclinar el tablero: le basta con que la izquierda se desordene, se fragmente y, lo más preocupante, pierda la capacidad de disputar la agenda y los temas de conversación.
Un Gobierno en busca de apoyo, una oposición atrapada y la ultraderecha en la calle
La izquierda española atraviesa una de sus semanas más delicadas desde que Pedro Sánchez logró la investidura. La revelación de un informe de la Guardia Civil que implica al exnúmero tres del PSOE, Santos Cerdán, en un posible caso de comisiones ilegales, ha destapado una tormenta perfecta: política, mediática y simbólica. Pero más allá del ruido, lo que se está poniendo a prueba no es solo la resiliencia del Gobierno, sino la propia aritmética parlamentaria sobre la que se sostiene la legislatura.
La mayoría que hizo presidente a Sánchez es hoy una suma tensa de pactos, exigencias cruzadas y silencios incómodos. Cada ley, cada votación, cada decreto es una coreografía de geometría variable. Y esta semana, el baile se ha puesto en cuestión por algunos de los socios parlamentarios. Sumar ha pedido un "reseteo" en las formas y un giro social claro. Junts exige explicaciones urgentes y amenaza con bloquear el Congreso. ERC y Bildu endurecen el tono. Y el PNV habla de una “nueva fase” en la legislatura.
Lo insólito es que, en medio de esta crisis, la derecha no tiene una salida parlamentaria que ofrecer. Alberto Núñez Feijóo se muestra incapaz ante la opción presentar una moción de censura, no porque no quiera, sino porque no puede ganarla. Depende de Vox, y Vox es precisamente el actor que más deslegitima su posible alternativa. La alternativa al Gobierno no existe a día de hoy, al menos en el Congreso.
Así que mientras el Gobierno se resquebraja por dentro, el PP se atrinchera en la crítica estéril y la ultraderecha toma la calle. Ferraz, la sede del PSOE, ha vuelto a ser un símbolo: esta semana, manifestaciones impulsadas por grupúsculos neonazis y respaldadas por Vox han ocupado su fachada con antorchas, cánticos violentos y banderas preconstitucionales. Ninguna condena rotunda por parte de Feijóo. Ninguna distancia marcada por la ultraderecha de Santiago Abascal. Solo el eco de un discurso que, poco a poco, legitima el acoso como forma de oposición.
¿Capturar al PSOE? El viejo anhelo de la derecha
La crisis actual pretende devolver al PSOE a un lugar que conoció bien en 2017: el abismo de su propia identidad. Entonces, tras la defenestración de Sánchez y su posterior resurrección a través de unas primarias para la elección del secretario general, el partido ensayó un giro histórico. Rompió con el aparato, desafió a los barones, y abrazó un modelo más directo. Fue una refundación desde abajo, impulsada por las bases en un momento destituyente de las élites dirigentes. Un gesto que se completó con la moción de censura y la vuelta al poder en 2018.
La dimisión de Santos Cerdán no solo deja un vacío organizativo, sino que ha abierto la puerta a una ofensiva interna y externa para recentralizar el partido. Y con ello, a una posible restauración del PSOE pre 2017. Las apariciones de Eduardo Madina o Susana Díaz, que ya asoman en los medios, evocan una nostalgia y revancha de un modelo de partido que ya comenzó a extinguirse en 2014, cuando la legitimidad del secretario general fue transferida a la militancia. La cuestión no es solo interna, es también de rol en el sistema político.
Lo ha advertido Enric Juliana con precisión quirúrgica:
“Con Kitchen a cuestas, con treinta piezas del caso Gürtel todavía abiertas, el Partido Popular podría ver realizado el más ambicioso de sus sueños: capturar al PSOE durante un largo periodo de tiempo y convertirlo en su servidor para asuntos estratégicos. Política de concertación nacional mientras Europa se rearma y replantea las dimensiones del Estado social. Política de bloque central sin dependencias periféricas. Eduardo Madina ya hace ejercicios de precalentamiento.”
Lo que está en juego, por tanto, no es solo la estabilidad del Gobierno ni la continuidad de Sánchez: es el alma misma del PSOE, su rol histórico, su autonomía estratégica. En un momento donde Europa se redefine y la derecha se rearma culturalmente, el riesgo es que el PSOE se vuelva funcional a un nuevo orden conservador, que no necesita mayorías absolutas, sino adversarios previsibles y domesticados. Mientras tanto, las federaciones territoriales temen que la situación estatal influya en las elecciones municipales y autonómicas de 2027, cuando el verdadero riesgo es que las fuerzas progresistas acaben como en Italia.
Sumar: una presencia sin proyecto
Sumar nació como un intento de reorganizar el espacio progresista a la izquierda del PSOE. Con Yolanda Díaz como figura de consenso y el aval de su liderazgo ministerial, la plataforma aspiraba a ser algo más que una coalición: un nuevo sujeto político que reuniera a partidos, movimientos sociales y ciudadanía desencantada. Pero tras varios años de su lanzamiento oficial y tras unos resultados europeos decepcionantes, lo que queda es una estructura frágil, mal cohesionada y sin un horizonte político reconocible.
Hoy Sumar sobrevive, pero no lidera. Está en el Gobierno, pero no marca agenda. Ha quedado atrapada en el papel de socio disciplinado del PSOE, sin fuerza para forzar giros sociales significativos ni autonomía suficiente para diferenciarse. La vicepresidenta Díaz mantiene una presencia institucional, pero su capital político se ha diluido en la gestión diaria y en una estrategia de comunicación plana y poco audaz. La marca Sumar no transmite ni impulso ni emoción.
A nivel organizativo, las tensiones internas son constantes:
Las relaciones con los partidos integrados son inestables. Ahí queda ya el amago de Compromís de abandonar el grupo parlamentario.
No hay dirección colectiva clara, ni un relato unificador más allá de "contener al PSOE" y "evitar que gobierne la derecha".
El espacio político se ha vuelto meramente gestor, no transformador.
Los datos lo reflejan con crudeza:
Sumar no supera el 7 % en intención de voto según los últimos sondeos.
En las elecciones europeas apenas consiguió retener el voto joven ni el urbano progresista.
Las expectativas electorales son negativas, incluso en plazas que antes fueron emblema del cambio, como Madrid, Barcelona o Valencia.
Mientras tanto, Podemos —aunque debilitado— ha empezado a reconstruir su perfil desde la crítica abierta, denunciando el conformismo institucional de Sumar y apostando por un discurso más ideológico, más polarizado y combativo. Esa oposición simbólica —aunque minoritaria— marca un contraste que deja a Sumar en tierra de nadie: ni poder en el Gobierno, ni oposición con narrativa. El dilema de Sumar no es solo su debilidad electoral. Es más profundo: ¿para qué está Sumar?
Podemos: altavoz crítico con eco limitado
Desde su salida del Gobierno, Podemos ha asumido un nuevo rol: el de oposición de izquierdas al bloque progresista que hoy gobierna. Una oposición sin escaños en el Consejo de Ministros, pero con presencia parlamentaria, a través de sus cuatro escaños y, sobre todo, con una estrategia clara: diferenciarse. Marcar distancias frente al PSOE, pero también —y con mayor intensidad— frente a Sumar, al que acusan de haberse entregado sin condiciones a la agenda del Gobierno, especialmente, en el plano geopolítico.
El discurso de Podemos se ha endurecido. Irene Montero insiste en que la izquierda institucional ha renunciado a disputar poder, a ejercer presión real y a avanzar en derechos. En sus intervenciones públicas subrayan que la legislatura ha perdido todo impulso transformador, y que el PSOE ha vuelto a su versión más conservadora, mientras Sumar actúa como “flotador decorativo”.
Este posicionamiento les ha permitido reconectar con un votante más ideologizado, más radicalizado, más crítico con el poder y sus formas. En las redes, en ciertos círculos urbanos, en la militancia más combativa, Podemos sigue despertando adhesiones. Sin embargo, esa potencia discursiva no se traduce en crecimiento electoral.
En las encuestas, Podemos se mantiene entre el 3 % y el 4,5 %.
No ha logrado capitalizar el desgaste de Sumar ni atraer votantes socialistas desilusionados.
Su marca sigue muy lastrada por las batallas internas del pasado, la salida de cuadros políticos, y por una narrativa que a veces roza el testimonialismo.
En otras palabras: Podemos tiene voz, pero le cuesta tener horizonte. Funciona como contrapeso simbólico en un ecosistema progresista en crisis, pero carece, de momento, de una estrategia para ensanchar su espacio político más allá de los convencidos. En definitiva, se pude afirmar que Podemos ofrece relato sin poder frente al Gobierno de coalición.
La izquierda española atraviesa un momento de fragmentación política, desgaste moral y desorientación estratégica. Mientras tanto, la derecha observa, presiona y desata una batalla mediática y cultural que busca el desgaste definitivo de las fuerzas progresistas. Si algo queda claro es que ya no basta con aguantar. O la izquierda reconstruye un proyecto político que vuelva a emocionar, incomodar y disputar el futuro, o corre el riesgo de convertirse en un conjunto de siglas condenadas a la oposición e incluso a la irrelevancia. En política, la inercia nunca es aliada. Y el tiempo, cuando se pierde, casi nunca se recupera.
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