¿Por qué 2026 puede decidir más de lo que parece en la política española?
El sistema aguanta, los partidos compiten y la ciudadanía se cansa: esa es la ecuación que define el próximo curso político
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El año 2026 no será un año electoral ordinario en España. Tampoco un simple periodo de transición entre ciclos. Todo apunta a que será un año bisagra, un punto de inflexión en el que confluirán desgaste institucional, fatiga ciudadana, recomposición del sistema de partidos (caminamos hacia una España de tres polos con PSOE, PP y Vox sumando el 75-80% de los votos) y una redefinición profunda de los marcos de conflicto político. No tanto por lo que vaya a ocurrir (que aún es incierto) como por lo que dejará de funcionar.
España llega a 2026 tras casi una década de política en estado de excepción permanente: crisis territorial, pandemia, inflación, guerra en Europa, polarización extrema y un uso intensivo del conflicto como motor del sistema. Ese modelo basado en la tensión constante y la movilización por antagonismo ha sido eficaz para sostener ciclos, pero empieza a agotarse. El ruido ya no moviliza como antes; la ira sí.
Un Gobierno en resistencia prolongada
Si algo caracterizará 2026 será la continuidad del actual ciclo gubernamental. El Ejecutivo liderado por Pedro Sánchez llegará previsiblemente a ese año con una coalición parlamentaria frágil y con una agenda condicionada por equilibrios cada vez más estrechos. No se tratará tanto de gobernar como de sostener. Sostener la legislatura, sostener los acuerdos, sostener el relato de estabilidad frente a una oposición que ha hecho del desgaste institucional y la crispación su estrategia central.
En ese contexto, 2026 será menos un año de reformas ambiciosas que de gestión defensiva del poder y políticas públicas destinadas a afianzar las bases electorales de cara a las próximas elecciones generales. El principal riesgo para el Gobierno no será una derrota inmediata, sino algo más profundo: la desconexión emocional con amplias capas de la ciudadanía. No tanto rechazo activo como apatía, desafección y la sensación de que la política gira sobre sí misma. El problema no será que no se crea al Gobierno, sino que deje de importar lo que diga.
El ciclo electoral autonómico: una estrategia de desgaste con riesgo estructural
A este escenario se sumará un factor decisivo: un ciclo electoral autonómico diseñado en formato carrusel, que funcionará como presión constante sobre el Ejecutivo. Tras el aviso que han supuesto las elecciones en Extremadura, 2026 estará marcado por citas clave en Aragón (febrero), Castilla y León (marzo) y Andalucía (junio).
El objetivo del Partido Popular no será solo ganar gobiernos autonómicos, sino instalar una sensación de alternancia inevitable, convertir cada elección territorial en un plebiscito nacional y proyectar un clima de fin de ciclo sostenido por victorias encadenadas. Es una estrategia deliberada: no tanto construir proyecto como acumular desgaste en el adversario.
Pero el diseño encierra un riesgo estructural que ya se ha manifestado: ganar sin poder gobernar en solitario. El PP puede mantenerse como primera fuerza en buena parte del territorio, pero necesitaría volver a pactar con Vox, reproduciendo un patrón de dependencia que pretendía corregir. El carrusel electoral va a reforzar a la ultraderecha y su centralidad dentro del bloque conservador.
Dos caras de una misma moneda para Vox: mayor fuerza para negociar como socio del PP y mayor amenaza como competidor de los populares. El peligro del PP no está en perder elecciones, sino en ganarlas sin mayoría, con un socio cada vez más fuerte y exigente. Cada victoria condicionada refuerza a Vox, consolida su papel como partido de moda del bloque conservador y desplaza el eje de poder interno de la derecha.
Una oposición con expectativa de poder, pero sin relato de reemplazo
En paralelo, el principal partido de la oposición llegará a 2026 con una paradoja estratégica evidente: alta expectativa de poder, bajo proyecto reconocible. El liderazgo de Alberto Núñez Feijóo no ha conseguido todavía articular un relato ilusionante de país ni romper del todo la dependencia estratégica de Vox, como ya se ha indicado.
La estrategia del PP seguirá apoyándose en tres ejes: deslegitimación del Gobierno, énfasis en el orden institucional y apelación a una “normalidad” previa a la polarización mientras retroalimenta la crispación. 2026 obligará al PP a afrontar una disyuntiva incómoda: o consigue ampliar su base y reducir su dependencia de la ultraderecha, o corre el riesgo de ganar por agotamiento del rival mientras pierde capacidad real de gobernar con estabilidad.
Vox y la normalización del conflicto permanente
El tercer gran actor del sistema, Vox, afrontará 2026 desde una posición ambivalente. Por un lado, consolidado territorialmente, con presencia institucional y capacidad de marcar agenda cultural. Por otro, viviendo en su propio marco: la política como confrontación permanente. En un contexto de fatiga social, la posibilidad movilizadora de la ultraderecha pasa por ensanchar su base electoral apelando a la desafección. Ya hay atisbos de que le está funcionando entre un votante transversal de la derecha.
La izquierda fragmentada y el problema del sujeto político
A la izquierda del PSOE, el escenario de cara a 2026 será especialmente incierto. Sumar afronta un desafío central: demostrar que puede ser algo más que una plataforma electoral coyuntural y consolidarse como un actor político reconocible. La fragmentación interna, los liderazgos difusos o agotados y la dificultad para construir un relato propio más allá del apoyo al Gobierno limitan, por ahora, su capacidad de influencia.
En paralelo, Podemos conserva una base militante y una identidad política clara, con capacidad de marcar posiciones y de interpelar a sectores concretos del electorado. Su principal dificultad reside a día de hoy en la desconexión y competencia con los actores que integran Sumar o un espacio más amplio de recomposición de la izquierda.
Las elecciones en Extremadura ofrecen una lección clara para la izquierda estatal: la unidad importa, pero no es suficiente. Funcionan mejor los proyectos con presencia territorial sostenida, candidaturas reconocibles, campañas de cercanía y arraigo y capacidad para hablar desde lo cotidiano a electorados diversos. Cuando esos elementos se combinan, la izquierda resiste e incluso crece; cuando faltan, se desmoviliza.
La cuestión, por último, no es solo organizativa, sino simbólica: ¿qué significa hoy ser izquierda transformadora en España?. Sin una respuesta clara y compartida, el espacio corre el riesgo de moverse entre la gestión subordinada y la pérdida de centralidad, dejando sin referente político a una parte del electorado que sigue buscando representación y proyecto. Es decir, existe un alto riesgo de tener una izquierda italianizada en términos electorales (fragmentada y con baja representación parlamentaria).
La primavera judicial como actor político
A todo ello se sumará un factor clave de 2026: la primavera judicial. Investigaciones, resoluciones y procesos con alto impacto político marcarán la agenda pública de forma constante. No como elemento colateral, sino como actor estructural del ciclo político.
La acumulación de causas alimentará la desconfianza institucional y política. También servirá como munición permanente para la confrontación partidista. El riesgo no será solo jurídico, sino democrático: una ciudadanía cada vez más incapaz de distinguir entre responsabilidad penal, desgaste político y estrategia de demolición por parte de la oposición frente al ejecutivo actual, con un riesgo institucional y democrático claro.
El verdadero protagonista: la ciudadanía fatigada
Más allá de los partidos, 2026 estará marcado por un actor silencioso pero decisivo: una ciudadanía exhausta. Exhausta del conflicto constante, de la sobreactuación política, de la sensación de urgencia permanente y de que, pese a todo, no cuenta con horizontes y expectativas claras.
Este clima favorecerá tres dinámicas claras: aumento de la abstención, despolitización emocional como mecanismo de autoprotección y mayor vulnerabilidad a discursos simples, emocionales o desinformativos. La política institucional seguirá hablando en clave de choque; la ciudadanía buscará refugio en lo cotidiano, lo local y lo personal.
2026 no será el año del gran cambio. No habrá colapso institucional ni ruptura inmediata, pero sí una sensación creciente de fin época. El gran desafío no será ganar solo las elecciones, sino reconstruir sentido: explicar para qué sirve la política, qué proyecto colectivo es posible y cómo se puede vivir mejor sin necesidad de estar permanentemente enfadados.



